La familia en movimiento aparece una vez más sugerida en el cartel publicitario bajo la figura de ese autobús que está asomando su trompa azul, bautizado como “Steve”. Hace pensar en el poster de otra película de las así llamadas independientes, Miss Little Sunshine (2006), en el que por obvias razones el color predominante es el amarillo. Aquí, por el contrario, domina el color azul. Tal vez para subrayar el carácter utópico de este experimento familiar que, por donde se lo mire, representa la contracara de aquella otra película. En Captain Fantastic reaparece la familia, pero no al borde de su disolución, sino más fuerte que nunca. No se trata de la mera perogrullada que sostiene eso de que la unión hace la fuerza. Sus protagonistas optan (literalmente) por entrenarse en una dura disciplina física y mental para enfrentar lo que se avecina: corren por los bosques, escalan la montaña, cazan y pescan. ¿Anacronismo deliberado? Es que el enemigo no es interior; proviene de afuera. Es ese “mundo exterior” (The Outside World) ominoso, para el cual los niñxs no están al parecer preparados. Siempre según los criterios definidos por ese mismo mundo exterior. Ahora, de lo que se trata es de poner en cuestión dichos parámetros, los que delinean al actual estado de cosas de esa fantasía colectiva que se llama el “Sueño Americano”, y que trasvasa las fronteras materiales del territorio, tengan o no tengan muros. La película empieza con una escena de iniciación anacrónica que evoca imágenes de lo que recordamos de El Señor de las moscas, sea en su versión narrativa o en la fílmica, por la brutalidad del ser humano alejado de la civilización y arrojado a su estado primigenio salvaje. Pero esta impresión se desvanece con rapidez para dejar paso a otro imaginario, el de la robinsonada, la fantasía de una existencia idílica concentrada en las cosas que realmente importan para el sostenimiento de la vida. Nada de televisión, ni de las distracciones del mundanal ruido. No sólo el ejercicio en la naturaleza pura y dura, como una condición indispensable para el sostenimiento de las funciones básicas de la supervivencia. Parte esencial de la existencia se encuentra en la lectura de libros y charlas en torno del fogón: el ágape unplugged. El padre es todavía, o nuevamente, el Tótem. Ben, interpretado por Viggo Mortensen (varias veces nominado por este rol y siempre aferrado a su mate), aglutina a sus polluelos, los seis hijxs cuyos nombres son únicos, porque la consigna de la Familia Nueva es generar una forma de comunidad inédita, apartada de la masificación de la vida moderna. La madre, en cambio, está ausente o ausentada. Es el espectro que retorna para dar indicaciones desde una dimensión inaccesible y, por lo tanto, incuestionable. La madre puede mantenerse como la inimputable por excelencia, mientras que el padre parece ser arrojado, muy a su pesar, a la contingencia de eso que se entiende por principio de realidad. La elección que hace esta familia tan particular y que oscila entre un delirio conservacionista y un sano rechazo de la sociedad de consumo, aparece planteado como un proyecto legítimo. Pero tal vez sea demasiado para un presente que, si bien dice proteger la elección libre y la auto-determinación del propio destino, acepta la diferencia siempre y cuando se mantenga alejada, marginada o bien circunscripta, pero lejos, no sea cosa de que se infecte al resto. O de que se atente contra el estilo de vida de las mayorías auto-erigidas como la voz de la racionalidad. La demanda que va a ir asomando insidiosa es hasta qué punto un padre puede decidir sobre los destinos de su progenie. De los seis niñxs, solo parece rebelarse uno, Rellian (Nicolas Hamilton). Los otros apoyan discursiva y materialmente el proyecto construido bajo el formato de un collage en donde se hibridan marxismo y budismo, ecologismo con una dosis de teorías de género. Curiosamente, los momentos de goce siguen estando a cargo de la cultura pop, como se ve en una de las últimas escenas en donde el ritual ancestral se baila al ritmo de Sweet Child of Mine. Maravillosa versión cantada por la hija mayor, Kielyr (Samantha Isler). Es una escena consoladora, pero, sobre todo, cargada de empatía. La película es bella por donde se la mire, y no sorprende que haya recibido una parva de nominaciones por parte del público (¿pero solo para una para el Oscar, la concesión de mejor actor para Viggo?). La pureza de los ideales defendidos a pesar de todo, casi como una rebeldía sin causa, logran velar por momentos la excesiva bajada de línea, cierto maniqueísmo, que por suerte para todos se resuelve al final. Y es apuntalada por una dosis homeopática de humor, que demuestra la inteligencia de criticarse sin doblarse (desopilante la escena en donde deberán pilotear ante el poder policíaco la cuestión del “homeschooling”). La tentación de dejar todo y mandarse a mudar atrapa al espectador solo por un rato, arrobado por esa corriente familiar que nos sitúa en la infancia. La infancia de la especie, pero también la que todxs y cada unx supimos tener. Ahí es que la película también evoca a otro personaje literario, Peter Pan en la Isla del Nunca Jamás con su tropa de Niños Perdidos. Si es que nos abre una perspectiva a nosotros, habitantes irredentos de las ciudades, en realidad el texto parecería estar diciendo que nos deberemos conformar con la resaca de la rebelión de los gloriosos años setenta. Un traje rojo furioso, el viaje liberador, una eco-vida todavía realizable dentro de los términos permitidos por la vorágine del mundo contemporáneo.
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February 2017
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