¿Qué se puede decir a propósito de la más reciente creación de Wes Anderson? ¿Es posible pensar sobre esta película más allá de la fachada de merengue irisado de ese gran hotel que domina todas las perspectivas? Detrás de tanto esteticismo y lujo de detalles, citas y juegos de intertextualidad, ¿hay algo sustancial que pueda permitir trascender el estado de mero ensueño? La mejor definición para esta producción es la que le calza de fantasía feérica, cuento de hadas o, en el más serio de los casos, homenaje. A la literatura (se cita a Stefan Zweig), al cine de entreguerras, a la actividad general de narrar muy en la tesitura de nueva variación en torno de Scherezada: un relato que enmarca a otro, que enmarca a otro... dinámica que se puede bifurcar hasta el infinito. Hay parodia, obviamente, a esos géneros a los que se homenajea, con buenos muy buenos, malos muy malos, pero sobre todo, con una artificialidad permanente tanto de situaciones, como de caracteres y de escenarios. La mejor manera de abordarla es aceptando el juego que se le propone al espectador de “infancear” la mirada. Así es como emergen entonces sensaciones que parecen enterradas y que apelan a una verosimilitud hundida en los sustratos de la infancia. La estética centro-europea ahonda sus raíces en esos cuentos tantas veces leídos, contemplados, repetidos. En particular, en sus versiones de los hermanos Grimm. Una música con melodía de “jodeln” acompaña panoramas de Alpes con montañas abruptas, bosques nevados, rincones barrocos o Biedermeier, instantáneamente decodificados como bávaros o bohemios. Con toques de un Schiele que de pronto sale del closet y se reconoce como queer; de un Klimt vapuleado en el rincón. Con cajas rosadas de donde emergen tortas de colores pasteles (¿los macaron que le sobraron a la producción de María Antonieta?), valga la redundancia. Se anuncia como una producción caracterizada por cierto exceso, sobre todo a partir de un elenco copioso, famoso, allegado al director, que quiere dar la impresión de participar por el placer de estar ahí. Es decir, funcionan más como un club de fans. Una vez vista la película, se tiene la sensación de que dicha estrategia es parte de un pacto que el director ya tiene con el espectador, y que termina de completar la Galaxia W. Anderson, como un elemento más junto con la página web de la película. Se puede decir que constituye una forma de Familia Anderson, la que se crea a partir de las afinidades y no de los lazos de sangre. En cierto modo, la película habla una vez más sobre los vínculos familiares que se establecen más allá de la familia nuclear. Empiezan como alianzas que se arman en parte por la necesidad, por el contexto, pero también por la elección. La familia carnal, por el contrario, suele ser más bien siniestra. En esta película, es lisa y llanamente pesadillesca. Pesadilla de cartoon, se entiende, con el malo estilizado de Dmitri Desgoffes-und-Taxis (Adrien Brody) y su contracara brutal de J.G. Jopling (Willem Defoe). La verdadera familia, entonces, es la que surge por las afinidades del gusto o del espíritu, por la solidaridad o el gesto auténtico de transmitir, sean conocimientos o herramientas para la vida. Así es como M. Gustave (Ralph Fiennes) adopta al joven Zero (Tony Revolori), quien luego devendrá Mr. Moustafá (F. Mourray Abraham). El hotel se vincula con un espacio que es semi-privado y semi-público, y combina muy bien con esa noción de familia. En tanto que propiedad suntuaria, se hereda. Pero a la vez, ese traspaso no es sanguíneo. Metáfora demasiado benévola de Europa, en este caso acepta al inmigrante, Zero, el muchacho que es una nada cuando llega, pero se convierte en Señor. Eso es posible porque existe aún cierta forma de civilidad, la que sostiene casi como el último en su especie el Señor Gustave. La civilidad que es la que un nazismo, también de película, pone en seria amenaza. Como lectura histórica, la narración resulta demasiado equívoca. Este universo es claramente de fantasía. Se apela a la miniaturización, con la estetización del pasado. Es todo un juego. Hay un poco de desorden producido por los hombres de gris, pero luego todo termina bien. Queda flotando una incomodidad no del todo precisa, si se piensa en el significado de la infancia como matriz de interpretación. La mirada de la infancia no es ingenua, ni es rosada. Por eso es que en definitiva, más allá de la agradable sensación que se tiene después de haberse comido la torta, queda flotando la sensación poco confortable de que falta decir lo más importante. Si ese mundo se acabó y sólo quedan salones vacíos, ¿qué es lo que provocó la desbandada? ¿El abandono del glamour y los buenos modales por tedio y aburrimiento? ¿O la brutalidad desatada de un régimen incapaz de aceptar la diversidad, como justificación de unas nada disimuladas ansias de apoderarse de todo? Las preguntas también se bifurcan. Pero ese es otro cuento.
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February 2017
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